sábado, 5 de febrero de 2011

paranoia...

No sé, ya no estoy segura, que las cosas hayan cambiado para tan mal. Ayer fue 4 de febrero y la gente decía que los muertos del terremoto se quedan cortos con la oleada que vemos desde hace algunos años.
Otra vez, veo a los carros que se estacionan en mi calle, para estar segura que son los mismos o controlar a alguno que se vea diferente. Reviso donde me parqueo, cierro los vidrios en la calle, no me detengo por nada, no ayudo a un extraño... mis vecinos cerraron la calle.
Cuesta regresar a la misma película, volver a la psicosis donde todos los demás son enemigos, expresar mi ira y mis dolores en voz lo suficiente alta para que todos se enteren y luego temer a las amenazas de desconocidos que, igual que yo, gritan su intolerancia a los 4 vientos.
Cada uno encerrado en su guetto, rezan a sus propios dioses y maldicen a los dioses ajenos, ven hacia los lados y recelan de gestos amables, porque un abrazo o un beso, cual judas nos puede llevar a la muerte.
Me meto a la cama con los míos, y paso el día entre dudas. Los niños hablan de armas, de muerte, de muertos. se acabó la inocencia.
En este eterno deja vú me entero que nunca se fueron los fantasmas, que sólo cambiaron de nombre y de contactos, antes fueron tras los "malos" los que querían cambiar el país, los que deseaban comida para todos (el problema era que sería la misma comida, no filete para unos y tortilla para otros y los dueños del filete no comen tortilla).
El problema es que ahora no sabemos a donde tiran, ¿en que tengo que andar metido para que me maten?, y admiro el hermoso dragón en el pecho del tipo en la piscina y tengo miedo al pensar que puede ser un marero (¿acaso no estoy ya contagiada?).
Me detengo en la esquina, un hombre me hace señas, he dejado el sueter atrapado en la puerta y se arrastra por la calle. Confío en su buena intención, abro la puerta y recojo el sueter. Entonces siento su mirada puesta en el volante y por un sólo instante siento todo el miedo del mundo, bajo la mano hacia la palanca y veo que él también siente miedo, aterrado tal vez por la posibilidad de un arma.
Por un momento ambos fuimos el otro, el malo, cierro la puerta y arranco para perderme en la ciudad, esa ciudad que ya no tiene corazón.

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